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Un melón es una metáfora dentro de otra metáfora.

Para rajar un melón podemos usar cualquier tipo de objeto punzante, siempre que nos ofrezca las garantías de resistencia suficientes como para no quedarnos con el mango entre los dedos. Porque no hay derrota más amarga que la del cuchillo roto frente al melón incorrupto.

El melón es un universo en sí mismo. Es tal su perfección que solo podemos descubrir su naturaleza plena tras abrirlo. Hasta ese instante, solo las elucubraciones y los deseos fundamentan los cimientos de la emoción. El melón es un canto onírico a la intuición. También, una oda a la desilusión o al disimulo, si el contenido al catarse no está a la altura de lo que presumió quien lo eligió.

Porque para elegir un melón existen dos vías y ambas son en realidad, dos vías muertas. La primera, es la mera observación; es decir, fijarse en la anatomía del melón. Sus colores, su presunto aroma. La apariencia externa como guía de la fantasía. La segunda forma es más sofisticada todavía: el tacto. Palpar, sopesar, dar unos golpecitos con la palma de la mano. Hacer resonar el melón para tratar de intuir un mínimo hueco, fruto de la acumulación del azúcar, que garantiza un sabor mucho más sabroso. Si al final el melón está verde, todo el ritual habrá sido una pantomima absurda y dolorosa.

El drama de abrir un melón y descubrir que no sirve más que para ser carne de basurero es uno de esos cenits que nos aporta la vida cotidiana. Todas las presuntas ilusiones se van por el retrete cuando la piel hace crac y se advierte con pesar que no sirve para nada más que malgastar. ¡Qué pena cuando el descubrimiento trae consigo el tener que comunicar la nefasta noticia a toda una mesa de comensales, invitados para más inri, que esperaban deseosos la frescura dulzor del melón y ven su sueño tronchado por la mala conciencia del azar.

La poética del melón siempre será tan fresca como nosotros pretendamos que sea. Nunca –jamás– un melón se servirá caliente a propósito. El frío siempre ayuda a cristalizar y compactar las partículas que van a formar parte de nuestra memoria gástrica. De nuestro yo interior, alimentándose del exterior procesado. El sentido del melón se licua bajo la lengua, como desangrándose. Es hermoso imaginar un viaje etimológico en el que licuar –del latín, liquare– se mezcle con lengua –lingua– para crear un término exclusivo: linquare, que vendría a ser algo así como licuar con la lengua. Y como ejemplo en el diccionario, aparecería el melón como sujeto objeto del objeto de deseo. La lengua, como un mazo que machaca el espacio acotado por el paladar inferior; la pila sacrificial en la que consumar el rito para que el melón pase a ser, solamente, pulpa y agua azucarada. Para que nos dé placer a cambio de su tránsito al universo de lo residual.

Nunca un poema fue tan melón, como un melón que murió siendo poema… *

*Quizás aquí me haya excedido un poco; mejor intento regresar a lo coherente, eso sí, después de la publicidad…

Portada del libro "Resistir"

Resistir es también una metáfora de la existencia del melón, pues no hay mayor resistencia aparente que una buena cáscara. Pero –y aquí viene lo divertido– el azúcar acumulado en exceso, cuando la maduración consume el tiempo de espera casi en tres cuartas partes de su finitud, raja esa armadura que tanta confianza y estabilidad ha aportado a la vida del melón. Es el tiempo el que termina abriendo grietas para que el melón se vaya al carajo. Ni siquiera hace falta ningún objeto punzante ni ninguna descarga de fuerza sobre su superficie. El melón es consumido por el tiempo, madurándolo hasta podrirlo si es necesario. Se rajará y por ahí morirá. Nada menos y nada más. Y eso, a pesar de sentirse seguro; casi invencible. Como un casco de soldado sellado en sus trescientos sesenta grados. A veces dentro de los cascos hay melones. Y a veces, esos melones están pasados, podridos o rajados.

Un melón dentro de un casco es como una muñeca rusa. Y una muñeca rusa dentro de un melón es algo que no se ha visto nunca.

Para ir concluyendo, persona lectora –que me regalas tu atención y yo te lo agradezco–, un melón exige ser disparado. El disparo puede ser activo o retroactivo. Esto es, puede dispararse al melón o disparar el melón. Cuando se le dispara al melón, el disparo es activo, pues es de resultado inmediato y el melón explota, pudiendo comerse al instante previa extirpación de la materia proyectil. Pero cuando se dispara el melón, estamos ante el disparo retroactivo. Porque es el cuerpo del melón al completo el que sale disparado, léase en una catapulta por ejemplo. Ahí, el disparo se efectúa en un segundo tiempo, pues en el primero es la imaginación del disparador la que dispara. Imagina dónde y cómo va a impactar. Imagina la superficie sobre la que se rajará el melón. Y luego, ¡dispara! (…) ¡Pobre melón! Sus vísceras yacen  esparcidas a lo largo de un par de metros cuadrados. Tal vez no se puedan comer más de tres cuartas partes de su anatomía, ¡menudo desperdicio!

Cuando un melón aterriza, por ejemplo, sobre el capó de un coche y el parabrisas revienta, la mezcla de pulpa de melón y cristales genera una textura soberbia que*

*En este punto de escritura, la policía literaria de lo políticamente correcto interceptó mi artículo. Me obligaron a detenerme y me sometieron a un control rutinario. Soplé y di positivo en absurdo, surrealismo y un poco de sarcasmo. No me detuvieron pero me obligaron a no dispararle nunca a ningún melón.

Desde entonces duermo mal, aunque también es cierto que el calor de estas noches de verano puede que tenga algo que ver en este asunto. De todos modos, melones, podéis estar tranquilos. La ley os protege para que podáis pudriros vosotros mismos, sin necesidad de que nadie cate qué hay realmente en vuestro interior.

Sergi Mo

Author Sergi Mo

Artista. Pintor. Narrador de historias.

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