El culto al cuerpo –y por ende, a la salud– es una idea implementada en la sociedad que conozco. Con matices, compro la idea. Y como aquel vetusto axioma del mens sana in corpore sano parece responder a la propiedad conmutativa, donde el orden de los factores no altera al producto, la idea de cultivar la mente también está asentada en nuestro imaginario colectivo.
Pero del mismo modo que la moda dicta el cómo, qué y cuándo del físico y su mantenimiento, también se erige como parámetro socialmente aceptado del cómo, qué y cuándo hay que cultivar la mente. Ante esto, hay que resistir para ser más dignos y menos programables.
Esta es una explicación lógica al auge del desarrollo mental –que no intelectual– que se observa sin necesidad de fijarse mucho en la gran masa. Hordas de existencialistas que deambulan entre los best sellers de la autoayuda (sic) y la filosofía oriental –como todos sabemos, tan arraigada históricamente en nuestra cultura judeocristiana del arrepentimiento, pecado, penitencia y fiestas de guardar (nótese la ironía ¡a kilómetros!).
No pretendo profundizar en sandeces que se asientan en la mera superficie de nuestro ser; metafóricamente hablando, en la estratosfera del pensamiento humano, –donde, por cierto, se acumulan todas las emisiones de metano que genera nuestro absurdo–. Y no pretendo hacerlo porque es una pérdida de tiempo. Divertida, pero pérdida al fin y al cabo.
Cultivar la mente no es tirar el tabique de la cocina –creatividad– para ampliar el salón –espiritualidad– y crear un espacio diáfano donde experimentar la trascendencia hacia lo místico vía tutorial del youtube. No. Cultivar la mente es educarte para ser consciente del espacio del que dispones en ese habitáculo que es el cerebro. Y no conformarse con ninguna moda. Seguir investigando. No quedarse embobado tratando de imaginar el color de papel perfecto para empapelar las paredes. Insistir en poner la atención en el desarrollo del pensamiento crítico; la capacidad de contextualización. Lo que llamo resistir.
Resistir es un término que suele estar cargado de connotaciones negativas; pero no porque las tenga en sí, sino porque la estúpida obsesión por la idea del éxito que se ha impuesto en nuestro presente así lo deforma. Nada más alejado de la realidad. Resistir es un hecho lógico –y, si me lo permiten– un derecho.
Hay que resistir para ser más dignos y menos programables. Confiar en el sentido común –siempre y cuando la inquietud por no permanecer pasivos dicte nuestro día a día.
Todo el compendio de ideas que abren la mente a la conciencia de resistir lo he publicado en un libro. Un ensayo independiente –a todos los niveles–, que puede encontrarse solo en papel. Porque hay que leerlo y guardarlo. Y volver a leerlo. Tocándolo; real, tangible. Como la vida misma. Te invito a que lo consigas.
Por cierto, lo de que Al Pacino está sobrevalorado, piénsalo bien y verás. Alguien que actúa de un modo tan perfecto, tan natural, no tiene tanto valor como al que no le sale ni drogándose. Conozco a muchos –muchísimos actores– más o menos conocidos que deberían estar mucho más valorados que este astro de la interpretación planetaria. Y creo con sinceridad que deberían estarlo, sencillamente por el tremendo esfuerzo que hacen cada vez que interpretan; ¡qué forzado les sale todo, por favor! ¡Que les paguen más, que parece que vayan a romperse de un momento a otro! A Pacino, que le hagan pagar, que parece que ni este trabajando… (Y así, querido lector, es como funcionan las envidias; pero otro día mejor hablamos de otra cosa).