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Cuando pensábamos que no se podía caer más bajo, nos dimos cuenta de que el suelo sobre el que estamos es una plataforma de cristal.

Me acuerdo de aquella reunión y se me nubla el recuerdo. Todos fumaban marihuana; todos, menos yo. Por tanto, –y esto es lo divertido– me convertí en el asistente que, proporcionalmente, más estaba fumando. El rollo del fumador pasivo, –que vendría a ser tal y como eso de la suerte del principiante–. De entre el humo acerté a vislumbrar las caras de tristeza que me rodeaban. Tristeza fría, como carámbanos apuntando directamente al suelo desde la contera de una nariz cuando el clima hiela.

Se suponía que esta terapia estaba planteada en base a la experiencia de compartir. Lo que no esperaba es que se compartiese de un modo tan superficial. Así que, visto lo poco que querían evolucionar, me levanté del puf, dispuesto a abandonar aquella reunión de gandules deprimidos, capitaneada por el deprimido más gandul de todos. Precisamente fue el doctor Nash –que era nacido en Valladolid pero su familia provenía de Lituania– el primero en darse cuenta de mi partida.

Tal y como cerré la puerta tras de mí, el pomo volvió a rotar dando paso a la reapertura con posterior salida de psicólogo. ¿Te vas? –inquirió con mirada triste. Asentí de mala gana y a renglón seguido lo que sucedió en aquel hall forma parte de la historia mas surrealista que me ha tocado vivir.

Una mano asomó sin tiempo de reacción a través del palmo escaso de apertura que quedaba en la puerta tras la salida del doctor Nash. Sin previo aviso, le calzó una colleja de las que duele recordar y desapareció con la misma celeridad con que había aparecido. Nash, aturdido, dio un salto de tigre y se adentró de nuevo en la humareda de la sala. Y yo, como no tenía nada mejor que hacer, seguí sus pasos, dispuesto al menos a pujar por un poquito de diversión.

¡¿Quién ha sido el hijo de la gran puta que me ha dado esta pedazo de hostia a traición?! –gritó inquisidor el terapeuta, herido en su ego y su cogote granate–. No admitió una callada por respuesta –que fue lo único que se encontró, a parte de miradas que se mostraban ahora angelicales. Agatha Christie no generó en toda su extensa obra una escena con la carga de misterio que allí se podía paladear. Me senté en la silla que había al lado de la puerta, dispuesto a ser público en aquella obra que acababa de levantar el telón de un hostiazo.

El círculo de pufs con los deprimidos entre la niebla ahora tenía un toque supersticioso, como de ritual oscuro. En el centro, jugando a un mudo pito-pito, el furioso de Nash pasaba revista a las miradas –que a estas alturas de la jugada ya habían perdido el tono pasivo del principio–. Y es que la realidad se había trastornado completamente, pues durante ese impasse todos eran culpables y, a la vez, inocentes. Hasta que no se demostrase lo contrario, el orgullo de aquel terapeuta asqueado pendía de un hilo. Y todos los asistentes en puf se entretenían tejiéndolo. Esa era la visión que tuve, desde mi situación privilegiada.

Continuará con lo inesperado…

Resistir: el libro oficial de la gente que, cuando le dan una colleja, descubre quién ha sido el agresor en un tiempo más bajo que la media Europea.

Portada del libro "Resistir"

«La verdad os hará libres» –dijo el profeta esgrimiendo una sonrisa. Así quedó registrada la primera mentira piadosa de la historia moderna.

Tras tres vueltas sobre su eje, Nash se desplomó como si hubiese sido fulminado por un rayo. Luego se incorporó como si nada hubiese pasado. Retornó a su posición inicial, en el butacón que presidía la reunión, asió de nuevo su portafolios y prosiguió con normalidad, cediendo el turno de palabra al primer paciente hacia su derecha.

No tenía ninguna gana de continuar escuchando penurias adobadas con cannabis, así que levanté mi culo de la silla y abandoné de nuevo la sala. Tras cerrar sin hacer ruido, la puerta se volvió a abrir inmediatamente para asomar de nuevo la nariz de Nash. ¿Te vas? –me preguntó con cierta melancolía. Asentí con la mirada puesta en la mano, que asomaba hacia arriba dispuesta a caer como el peso de la ley sobre el cogote del Psicólogo. La resonancia de la nueva embestida debió llegar a lo más lejano del pasillo. Incluso juraría que un limpiador giró su cabeza en la distancia, como asustado.

Los ojos del desgraciado se inflaron de sangre y la ira se le comenzó a saltar a través de los poros de su frente ancha. Chasqueó los dientes y dio media vuelta, resignado. Entró como un reo que va a la baño pero está estreñido. Nada bueno esperaba dentro pero no me lo pensé dos veces al volver a entrar para descubrir el desenlace.

No me voy a enfadar; solo os pido que quién haya sido, tenga la decencia de decirlo. El silencio implosionó de puntillas. Nadie dijo nada; además, nadie pretendía decir palabra alguna.

El círculo seguía inamovible; todos parecían santos. Decidí sentarme de nuevo en el puf, a pesar del humo. ¡No me iba a pasar toda la reunión yendo de dentro afuera y de fuera a dentro! Nash seguía de pie en el centro masticando su ira cuando alguien llamó a la puerta. Al abrir descubrimos al limpiador, pidiéndole que se acercase para preguntarle cualquier cosa. Nos miramos todos, me levanté de un salto y le calcé otra sonora colleja al desgraciado, que aulló rabioso. De un salto volví al puf antes de que él acertase a regresar.

Me convertí en uno más. De repente, el humo había desaparecido –con tanto abrir y cerrar de la puerta– y las caras de todos eran iguales a la mía. Éramos todos la misma persona, a excepción de Nash, que cada rato era más y más salvaje. Vi la desesperación en su mirada, pero la resignación parecía estar impresa en su ADN. Cuando pareció calmarse, se retomó de nuevo el orden de la terapia. Nash bien podía ser Sísifo. Y la piedra –de hachís– la llevaba en el bolsillo.

Una terapia de grupo será tanto más divertida, cuanto más ególatras sean los participantes.

Sergi Mo

Author Sergi Mo

Artista. Pintor. Narrador de historias.

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