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Una historia de terror es lo que voy a contar. Una historia de las que te ponen los vellos de punta; de las que no te dejan dormir, cuando te despiertas por la madrugada empapado en sudor y jadeante. Eso solo lo puede generar una historia de las que no se olvidan fácilmente. De las que te marcan de por vida incluso. Una historia de terror sicológico –como si hubiese otro tipo de terror posible–. Porque digo yo que el terror, si no es sicológico ¿qué es? Si no se genera a través de la psique, ¡dime tú de qué estamos hablando! Si no hay conciencia, ¡no hay miedo sicológico! Podrá haber instinto, pero terror lo que sería terror… Eso está reservado para los seres razonantes, como tú y como yo. A veces, claro. Otras no razonamos, simplemente actuamos.

Ahí pueden generarse situaciones de verdadero terror sicológico, ¡menuda paradoja! Todo el tiempo dotando de contenido razonado al terror y cuando se produce es cuando menos razonada es la situación. Por eso genera horror, terror, ¡pavor! Por eso una historia se convierte en una historia de terror. Y precisamente esto es lo que os voy a contar: una historia de terror. Pero no una historia de terror cualquiera, sino esta en concreto, que os prometo, no dejará a nadie indiferente.

La primera vez que la conté fue sin querer y generó tal tensión en el ambiente que no la he vuelto a querer recordar hasta el día de hoy. De hecho, se me ponen los vellos como escarpias, simplemente imaginando lo que voy a teclear a continuación. Por eso espero que pongas toda tu atención en la pantalla, para no desaprovechar la oportunidad que te planteo.  Puedes vivir una historia de terror de las que no se leen habitualmente. Si te concentras en la lectura, podrás sentir meramente lo que yo sentí al escucharla por primera vez. Porque yo la escuché, hace unos años. No me la contó nadie, la escuché yo con mis propias orejas. Era un mediodía –¡vaya hora más intempestiva para el terror, dirás!– y tienes toda la razón.

Precisamente la sorpresa, la descontextualización en referencia al género de terror es lo que más terror genera al revivirla. Porque a plena luz del día y con absoluta normalidad –aparente–, es menos probable que algo te genere tanto miedo que te duela hasta el respirar. Pero es que así sucedió: ¡me cagué vivo! Y perdón por la expresión soez, pero ¡qué le vamos a hacer si yo nací en el Mediterráneo! Soy Berlanguiano –a mucha honra escatológica–. Por eso no se me caen los anillos por exponer púbicamente que ¡me cagué vivo! al escuchar aquel sonido, inclasificable.

Ciego por el sol del absurdo, solo acerté a oír un susurro que me pareció el sonido más tétrico de cuantos he escuchado jamás. Ni siquiera los eructos de mi amiga Marilís podrían resultar tan inquietantes –ríete tú de las expectoraciones que arrojan los cantantes del Trash Metal. Ella les eructa en los morros y estos se ponen a chillar como un chihuahua al que le acaba de estornudar en el hocico un gran danés–. Pues el sonido aquel que me sonó a ultratumba fue mucho más sórdido. Recorrió un escalofrío mi espina dorsal, de abajo arriba hasta penetrar a través del bulbo raquídeo en mi cerebro para rebotar en mi cocorota por dentro, ¡Cloc!

No sé lo que fue, de dónde salió ni a quién estaba dirigido. No sé nada. Pero sucedió. ¡Doy fe de ello! Después de aquello, recuerdo continuar con mi marcha mañanera, pero de modo muy distinto hasta entonces. Nunca antes hasta ese día había sentido eso. No lograba –ni logro– comprender qué había sucedido. Algo muy extraño, atípico a todas luces. Porque si eso mismo te sucede visitando un cementerio de noche, pues bien, ¡compro la idea! Pero así, ¡no! ¡Eso no se hace, por favor! El terror dejémoslo para las películas oscuras con bandas sonoras repletas de frecuencias vibrantes que generan espasmos en el corazón. Nunca para las situaciones corrientes, a las que estamos acostumbrados. Ahí, relajados, sin filtros, el terror se adentra como Pedro por su casa y nos reconcome el cerebro. Eso es lo que sucedió y eso lo que espero que jamás te suceda. De veras, así lo deseo.

A día de hoy no sé a ciencia incierta si lo que escuché fue real o producido en mi cabeza. No consigo descifrar el enigma. Y eso es mucho peor, porque nunca sé si el enemigo viene de fuera o está dentro de mí. Nunca sé si volveré a escuchar ese sonido tétrico inexplicable. Nunca sé en qué situación volverá a armarse ese escalofrío, fruto de lo incomprensible.

Ahora mismo, al revivirlo en el recuerdo se me han erizado de nuevo los vellos. Trato de recomponerme pero mi imaginación me juega una mala pasada y reproduzco de nuevo esa frecuencia que me dinamita el alma. Y es que todos los días al llegar la misma hora, revivo ese trance. Ese mensaje del no sé dónde ni porqué, que marcó para siempre mi subconsciente. ¡Ojalá no te suceda! ¡Ojalá puedas olvidarte de lo que te cuento y ni siquiera oses imaginar qué supone el saber que nunca sabes cuando volverás a sentir el terror crudo, dentro de ti. ¡No lo imagines!

(…)Demasiado tarde.

Epílogo.

La verdad es que me acojoné. Pero luego me di cuenta de que solo pudo ser un pedo del conejo que tenemos en casa como mascota. Se llama Walter. Nunca antes lo hizo y nunca después lo ha repetido. El pedo resonó un poco –teniendo en cuenta la poca resonancia que pueda generar un conejo enano– pero se ve que me pilló desprevenido y luego estuve como media hora intentando saber qué había sido aquello. ¡A tomar por culo el terror! Así, –del modo en que nos iluminó el difunto Chiquetete– se mandan a tomar por saco las ilusiones de los niños. Perdóname por haberte jodido la lectura de terror. Lo siento, me he equivocado; no volverá a suceder…

O tal vez…

Sergi Mo

Author Sergi Mo

Artista. Pintor. Narrador de historias.

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