«Hablemos del milenarismo, ¡cojones ya! El milenarismo va a llegar». Fernando Arrabal
Querido amigo lector,
ahora quiero contarte un cuento espacial. Así, cada vez que necesites dormirte, podrás contártelo a ti mismo, para conciliar el sueño de un modo tan efectivo como placentero. Dice tal que así.
En una mañana de un día cualquiera, el tiempo marcó ves a saber tú qué hora. Precisamente entonces, la persona protagonista de este cuento dejó caer sus párpados hasta el suelo, para rebotarlos a continuación hacia el cielo. Y lo que vio, por pura casualidad, forma parte de su esencia. Porque un haz de luz cruzó el horizonte, de lado a lado. Un bólido, una bola brillante chirriante al contacto con los gases. Un navajazo en el ojo del cielo, cortando en dos el mundo.
La persona parpadeó de nuevo. Y al regresar al punto medio, el corte era un mero recuerdo. Ningún eco. Ninguna huella a la vista. Solo, el silencio de la normalidad.
Cuanto más imaginaba qué podía ser aquello, más insignificante se sentía. ¡Qué pequeño es el mundo comparado con el universo! Y al mismo tiempo, ¡qué grande es el mundo, comparado con el tamaño que yo tengo! Este binomio de escalas contradictorias dio juego para un momento. Después, el día siguió a golpe de segundero, como absolutamente todos los demás.
Pasadas las horas y menguada la luz, la persona se dispuso a acostarse. Como hacen las personas normales, menos los astronautas –que no necesitan acostarse pues duermen flotando–. La persona normal necesitaba descansar, pues el tiempo no se detiene y la mañana siguiente estaba ya a la vuelta de la esquina.
Con un suspiro cerró los ojos en el mismo instante en que apagó la luz. Y en esa soledad de la madrugada, un sobresalto preñó el aire de tensión. Podía ver el rastro del corte del cielo, en el interior de la mente. Los párpados bajados descubrían un tajo blanquecino en el cristal de la retina. Había dejado su huella la luz en la oscuridad. Todo el tiempo había estado ahí, solo que con la claridad del día, su percepción había sido nula.
La persona se sintió asustada. Su preocupación iba en aumento. ¿Qué extraño fenómeno había sido capaz de arañar su imaginación? ¿Era una marca real, físicamente bien delimitada? ¿O era tal vez una impronta en el recuerdo, tan solo fijada por la impresión? Tanto daba lo mismo, que lo mismo daba, pues esta monserga, no le dejaba dormir.
Hasta que descubrió que a través de la rendija que se dibujaba en la oscuridad de sus ojos cerrados, si se fijaba bien podía vislumbrar algo. Efectivamente, si enfocaba la mirada a través de aquel hilo transversal, podía observar un mundo entero. Un planeta que no conocía, con unos árboles muy extraños, de colores cálidos y agradables. Y muchas cascadas que provocaban una neblina acogedora, integradora.
A lo lejos, una manada de animales que jamás había visto, reptaban por la hierba, paciendo plácidamente. Y el humo azulete de un tren de vapor llamó su atención. Todos sus ocupantes, de aspecto inverosímil, comenzaron a aletear y oscilar sus miembros superiores a modo de saludo. Y la persona, en su imaginación, les saludó con simpatía. ¡Qué atmósfera tan agradable! ¡Qué sensación de bienestar!
Así fue como descubrió cómo aquel incidente astrológico inexplicable –podríamos denominarlo, astroilógico– le había dotado de un don. Podía descubrir en la oscuridad, ventanas a mundos quizás muy lejanos. Quizás, tan cercanos como su misma red neuronal. ¡Da lo mismo, que lo mismo da! Y así cada noche comienza al cerrar los ojos y empezar a descubrir otra nueva realidad.
Y aquí termina esta historia. Así termina, este cuento tan y tan espacial.¿Espacial?Perdón, especial; ¡ESPECIAL! ¡Está equivocado el título! ¡NO ES ESPACIAL, ES ESPECIAL! Perdón por gritar, es que me he alterado. ¡Con lo bien que estaba saliendo! Ah, y no te lo pierdas: la imagen del cuento es de un astronauta. ¡Cágate lorito! ¡Si solo habla de astronautas en tres palabras y no es significativo para la historia! ¡Menudo desastre oye! ¡Ahora a ver quién se duerme, después de esta cagada!