Subnormal para dummies. (Alerta de spoiler) Si generalmente se siente ofendido ante cualquier opinión, manifestación ideológica o simple coincidencia ante un contenido con el que no congracia –o simplemente no esperaba encontrar–, le recomiendo abandone este blog inmediatamente o empiece a notar ese escalofrío en su interior que tanto parece satisfacerle.
Hoy expongo una breve apología acerca de las virtudes de esta condición humana que en tiempos modernos gana adeptos. Pero antes de dejarnos arrastrar por el frenesí, comencemos canónicamente, citando la definición de este término que podemos encontrar en el diccionario de la RAE:
Subnormal: adj. Dicho de una persona: Que tiene una capacidad intelectual notablemente inferior a lo normal. U.t.c.s. U. frec. c. insulto o en sent. despect.
Ya hemos rezado la oración de turno. Solo me queda exponer que el carácter satírico de este artículo me impide aplicar un término despectivo de modo injusto. O dicho de otro modo: jamás me referiré a ninguna patología, sino a gente a la que no le preocupa lo más mínimo parecer y ser subnormal.
El subnormal no solo nace, sino que se deshace. Siente, padece y disimula. Trata de ocultar su flaqueza con desesperada solvencia. Sigue siempre razones aritméticas, en teoría favorables a su supuesta integración social. Y las sigue porque cree que si algo es aceptado por la mayoría, debe ser bueno –cosa que sería así en la lógica pero nunca en la realidad, pues no depende del número sino del cómo piense ese número.
El caracter subnormal es camaleónico. Eso sí, no se adapta por convicción sino por succión. Generalmente son muy insistentes y persuasivos con la opción peor que podían haber elegido. Cuando a alguien subnormal se le cuestiona su posible desacierto, rara vez responde con una mínima intención de autoanálisis. Siempre utiliza como arma dialéctica la fórmula «pues anda que tú» seguida de un ataque directo a quien le interpele. Dependiendo del grado de subnormalidad del subnormal, este ataque estará relacionado directamente con la temática inicial propuesta o saltará por peteneras, buscando un patético efecto de defensa torticera.
El subnormal puede mostrarse adorable o despectivo en función de la percepción que la sociedad haya inoculado en sus ideas sobre alguien o algo. En caso de un posible empate técnico entre lo que le han dicho y lo que en realidad observa por sus propios ojos, el punto para desempatar siempre será externo; siempre, lo que le digan.
Podemos reconocer a un subnormal por la frecuencia con la que utiliza términos comparativos ridículos, emparentados con la cultura popular televisiva y deportiva. También por cómo a lo largo de su involución va perdiendo por el camino más de la mitad de su vocabulario, hecho por el cual necesita de un uso copioso de onomatopeyas para poder ser capaz de completar sus enunciados. Y todo esto, ¡cuidado! teniendo un teléfono en su bolsillo en el que sí reconoce, por ejemplo pornografía pero ignora diccionarios y traductores gratuitos. Dicho de otro modo: no solo soy subnormal, sino que me la suda serlo.
La explosión demográfica en la sociedad del bienvivir –la única con una tasa de escolarización asombrosa; jamás este artículo incidiría en sociedades con la lacra del analfabetismo o precariedad en la educación– trae apareado un fenómeno natural maravilloso para poder observarlo: las concentraciones de subnormales. Podemos disfrutar de esta maravilla de la creación humana en lugares señalados como de moda. Centros turísticos reconocidos. Festivales de música, grandes eventos deportivos, culturales y sociales. Hordas de personas móvil en ristre, molestando como si no hubiese un mañana.
La evolución tecnológica ha ido suavizando el peso que ha de soportar el brazo del subnormal: primero fue la videocámara, luego pasó a la cámara fotográfica analógica, después se redujo con las digitales y en la actualidad todo se condensa en ese rectángulo plano en que se ha convertido el teléfono. Pero, –y aquí viene la parte más maravillosa de todas– la naturaleza es sabia. El subnormal es capaz de compensar el volumen y peso perdidos por el dispositivo, engordando su propio brazo o generando una masa muscular tal que supla la reducción de espacio ocupado por el aparato. Esto es: de un modo o de otro siempre cumple su función vital, que no es otra que la de joder, dar por culo, molestar a quien realmente quiera disfrutar de la experiencia a la que asisten.
En París, el museo del Louvre está muriendo de éxito tituló no hace mucho la prensa. Es tal el volumen de visitantes que se está convirtiendo en algo inabarcable. Pero se equivoca la prensa. No muere exactamente de éxito sino a causa de la subnormalidad imperante. A causa de los centenares de miles de personas que acuden allí como el que acude a Lourdes: para nada. Para decir que han estado allí. Para mostrar las pruebas gráficas de que yo he estado allí. La Gioconda está allí. Alguien debería ponerle un rótulo actualizando el título al siglo veintiuno: «en ocasiones veo personas educadas; la mayor parte del tiempo, solo subnormales».
Como cierre guardo una idea divertida: efectivamente, no soy subnormal querido lector. Y entiendo que tú no lo seas tampoco, pues un subnormal no aguanta tanto tiempo leyendo algo que, muy en el fondo puede picarle un poco. De todos modos, si te resulto un poco agresivo, puedes considerarme imbécil si quieres. Pero es que entre imbécil o subnormal, como decían los Chunguitos, me quedo contigo.