El amor es como una cebolla: no puedes dejar de pelarla, descubriendo sus nuevas capas, aunque te haga llorar –y te huelan los dedos que echan para atrás.
El final del verano marcó el punto septentrional, regreso al norte, y con él el retorno a la vida cotidiana. El joven Timmy observaba, con lágrimas brotando en aspersor desde sus lagrimales, como el pueblo se alejaba cada vez más del cristal del parabrisas trasero. El vaho que emanaba desde su nariz empañaba un cerco, a través del cual no veía una mierda; por eso con el codo hacía las veces de limpiaparabrisas interno; por eso cada kilómetro tenía más y más turbio el horizonte de su mirada. Simplemente con haberse alejado unos centímetros del cristal nada de aquello hubiese sucedido. Pero entonces no hubiese sido Timmy; no. Él era pura ansia, pura agonía por saborear el amargo tiento al desencanto que supone la partida. Poner tierra de por medio con el amor que te ha secuestrado la mente, desde que la canícula apenas asomaba por el dintel del termómetro.
Timmy hacía noches que no podía dormir. Deseaba con todas sus fuerzas que el tiempo se detuviese, que dejasen de contar los segundos; que se quedasen mudos y el tiempo se desconcertase, quedándose de varillas cruzadas. Se pasaba parte de las noches mirando al techo, fijando la vista en un puntito de luz blanca que se proyectaba en el techo desde un agujero minúsculo que se había hecho fuerte en la contraventana. Y sin darse cuenta, se quedaba dormido como un tejón. Pero cuando volvía a despertarse de sobresalto, fingía haber estado despierto toda la noche, pues es cosa de enamorados no poder dormir por el amor que se siente.
Timmy estaba tan enamorado que sentía como el enamoramiento le transformaba el alma. Se sentía como si fuese de arcilla; como si fuese un cagarro de barro del río, aplastado y luego moldeado por los niños artistas –que nunca serán artistas de mayores porque sus padres antes prefieren que delincan a que sean unos muertos de hambre–. Sentía como los dedos le deformaban el bazo, el hígado, los riñones… Todo su interior era maleable. Podía notar como su cerebro se hundía y aplastaba; como se alargaba y luego se transformaba en cilindro deforme para más tarde ser una bola disforme que volvería a aplastarse. Así era Timmy y así se sentía cuando abandonaba aquel pueblo de verano, al que jamás regresaría porque sus padres se habían aburrido como si viesen de cabo a rabo y sin rechistar, una serie de las más aburridas de Netflix.
Timmy fantaseaba en aquel dramático irse con que desde el otro extremo se le estaba viendo alejarse, haciéndose más y más pequeño hasta desaparecer, con el pesar del que deja escapar algo muy valioso; algo muy auténtico. Fantaseaba con que el desgarro en el alma era recíproco. El pueblo entero estaba roto por dentro porque aquel intrépido zagal de ciudad del norte estaba yéndose, quizás para siempre. El tañer de la campana de la iglesia sonaba a últimas voluntades. El pueblo entero se suicidaría de pena tan pronto como el coche de los padres de Timmy girase la última curva y se fugase por detrás de la montaña alta del fondo de la vista. Así de fuerte había sido aquel amor y aquella conexión mística, que llegaba más allá de lo material. Así sentía Timmy borbollar su sangre al latir emocionado de su corazón cuando perdió el pueblo de vista. Todo se hizo oscuro de repente y ya nada tenía ningún sentido. Fantaseó brevemente con abrir de golpe la puerta trasera y lanzarse al barranco rodando, en un último y romántico acto de gallardía. Tal vez sobreviviese y pudiese retornar al pueblo, aunque fuese de malas maneras. Allí sería curado y podría recuperarse en los brazos de su amada. Y después se formó en la mente todo un cuento de esos que son tan empalagosos, ¡por supuesto!
Tan en Babia estaba imaginando sus estupideces sensibleras de adolescente insoportable que no se dio ni cuenta de que estaban volviendo a entrar en el pueblo. Su padre había olvidado el cargador del móvil en el enchufe de la habitación, a pesar de haber asentido diez veces cuando fue preguntado ¿lo has metido en la maleta? De golpe se hizo de día y el sorprendente regreso sorprendió a Timmy, como si de un sueño se tratase. Fantaseó por un instante que nada había sucedido todavía, que acababan de llegar y era el principio del verano. Lo que se encontró allí mismo no se lo deseo ni al peor de los estúpidos que he conocido…
El libro oficial de la gente con dos dedos de frente. ¡Si no quieres ser como Timmy, hazte con uno!
La vida es un mar de dudas y las dudas, un mar de vida.
El coche paró el tiempo necesario para que Timmy casi hiperventilase, imaginando el hipotético momento de un repentino encuentro con su amor. ¿Qué le diría si aparecía? ¿Cómo iban a reaccionar sus miradas? ¿Por qué? La madre de Timmy dejó escapar un pedo redondo mientras abría al tiempo un dedo de ventanilla. Pero a Timmy pareció no importarle, pues prosiguió suspirando, bebiendo los vientos por aquella pasión. El padre regresó con un sonoro portazo y arrancó de nuevo el motor y su continuo hablar entre dientes. Regresaron a la normalidad tal y como la habían abandonado.
Unos minutos más tarde volvían a dejar atrás el pueblo, que otra vez volvía a ocultar su silueta detrás de la mancha de vaho en el cristal del parabrisas trasero. Otra vez todo el sistema límbico de Timmy era una fiesta a la que él no había sido invitado. Otra vez el tañer taciturno de la campaña; otra vez la última curva. Otra vez, otra vez…
Timmy se dio por vencido: lo más probable era que no volvería a verla nunca. ¿Y si me hubiese dicho que no? Esa era la duda de seguridad que anclaba al bueno de Timmy consigo mismo. Gracias a ello, en todo el puto verano no se había atrevido a abrir la puta boca. Cada vez que se cruzaba con su enamorada –que era a todas horas, pues vivía puerta con puerta y el puto pueblo es pequeño de cojones– apartaba la mirada, ¡el cobarde! El crío este de mierda no fue capaz, ni siquiera de saludarla. Eso sí, a todas horas suspirando y llorando a escondidas. ¡Puto niño desgraciado! ¡Menuda tabarra le dio a todo el mundo! Su amigo de verano le huía, pues no tenía ninguna gana de estar escuchando todo el tiempo las mismas estupideces, las mismas monsergas, «creo que le gusto»; «¿debería decirle hola o pasar de ella?». ¡Puto Timmy! Se convirtió en el ser más odiado del verano. ¡Hasta los gatos recelaban al verle!
Un día en la piscina, al emerger del agua con los ojos cegados por el cloro, se dio de bruces con ella, que estaba sentada en el borde con una amiga. Se quedó helado y luego, se orinó. No se enteró nadie, pues es una piscina donde el agua suele estar caliente por definición del sol, pero él fue, perfectamente consciente. Y tal y como emergió, se sumergió, colorado por el aprieto. Esa fue la vez que más cerca estuvo de manifestarle a su amada sus sentimientos. Los mismos que le estaban corroyendo por dentro.
El adolescente Timmy se sintió aliviado unos días después de la partida. Y el reencuentro con sus amigos fue una ficción continuada de lo que él sabía que no había pasado. Nadie creyó ni una palabra de lo que contó en aquella vuelta al colegio, pero él terminó creyéndose la versión adulterada que se construyó.
A día de hoy, Timmy recuerda con nostalgia aquel amor de verano. Y cuando alardea de ello, absolutamente nadie le cree. ¡Puto subnormal! Porque, muy en el fondo, la gente no es tan tonta como parecen cuando compran.
El amor es la excusa perfecta para disimular nuestra vulnerabilidad como especie. Afortunadamente y a pesar de lo que diga el turras de Coelho.